Cecilia camina entre mis recuerdos como quien pisa un sendero conocido: sin prisas, sin miedo. Su voz no hace falta; incluso el silencio que deja a su paso habla más que cualquier confesión. Hay en ella algo que trasciende el tiempo, un secreto suave que me recuerda que hay amores que no se van, que permanecen en los pliegues de la memoria como una luz que nunca se apaga.
No la busco, y sin embargo siempre aparece: en un gesto, en una mirada que atraviesa el presente, en un eco de lo que alguna vez fuimos. Cecilia no reclama, no exige, no espera; simplemente existe. Y en esa existencia se siente la densidad de todo lo que el mundo quiso arrancarnos y no pudo.
A veces la imagino hablándome de cosas que aún no entiendo, enseñándome sin enseñarme, dejando caer su sabiduría como hojas suaves sobre mi pecho. Y mientras la miro, descubro que el amor verdadero no necesita posesión; basta con reconocerse, aunque sea por un instante, en la misma luz que alguna vez nos iluminó.
Recuerdo cómo su risa podía ser ligera y contener mundos enteros, como si cada sonido suyo guardara historias que no se contaban, que simplemente se sentían. Y aunque hace tiempo que no estamos juntos, su sombra se arrastra por mis días: en la luz de la tarde, en un olor que me lleva a otra estación, en la música de fondo que recuerda que hubo un tiempo en que el amor podía ser tan simple y tan complejo al mismo tiempo.
Y sé que quizá nunca la vuelva a ver, pero a veces cierro los ojos y la imagino en un café cualquiera, en una esquina de Palermo, caminando tranquila, como si el mundo entero hubiera aprendido a esperarla. Y yo, sin atreverme a acercarme, me quedo contemplando la calma que siempre me enseñó.