domingo, 24 de agosto de 2025

Cecilia

 Cecilia camina entre mis recuerdos como quien pisa un sendero conocido: sin prisas, sin miedo. Su voz no hace falta; incluso el silencio que deja a su paso habla más que cualquier confesión. Hay en ella algo que trasciende el tiempo, un secreto suave que me recuerda que hay amores que no se van, que permanecen en los pliegues de la memoria como una luz que nunca se apaga.


No la busco, y sin embargo siempre aparece: en un gesto, en una mirada que atraviesa el presente, en un eco de lo que alguna vez fuimos. Cecilia no reclama, no exige, no espera; simplemente existe. Y en esa existencia se siente la densidad de todo lo que el mundo quiso arrancarnos y no pudo.


A veces la imagino hablándome de cosas que aún no entiendo, enseñándome sin enseñarme, dejando caer su sabiduría como hojas suaves sobre mi pecho. Y mientras la miro, descubro que el amor verdadero no necesita posesión; basta con reconocerse, aunque sea por un instante, en la misma luz que alguna vez nos iluminó.


Recuerdo cómo su risa podía ser ligera y contener mundos enteros, como si cada sonido suyo guardara historias que no se contaban, que simplemente se sentían. Y aunque hace tiempo que no estamos juntos, su sombra se arrastra por mis días: en la luz de la tarde, en un olor que me lleva a otra estación, en la música de fondo que recuerda que hubo un tiempo en que el amor podía ser tan simple y tan complejo al mismo tiempo.


Y sé que quizá nunca la vuelva a ver, pero a veces cierro los ojos y la imagino en un café cualquiera, en una esquina de Palermo, caminando tranquila, como si el mundo entero hubiera aprendido a esperarla. Y yo, sin atreverme a acercarme, me quedo contemplando la calma que siempre me enseñó.

martes, 22 de julio de 2025

Cartas y recuerdos



Jorge contemplaba la hoja en blanco como si en ella estuviera grabada su condena. Llevaba tanto tiempo enfrentándose a ese rectángulo vacío que la escena había perdido significado: la mesa cubierta de ceniceros, el olor a tabaco frío, el café recalentado que raspaba la garganta, la ventana que devolvía la imagen de un hombre inmóvil, multiplicado por el cristal y sus lentes. Más allá, la noche se estiraba, inmóvil y expectante, como si aguardara un gesto definitivo que nunca llegaba.


Meses buscando la palabra justa, esa que Borges llamaría exactitud, como si la perfección lingüística tuviera poder para fijar lo que se disuelve: las mujeres, los recuerdos, él mismo. Cada intento terminaba igual: cigarrillos reducidos a columnas de ceniza, vasos vacíos, frases tachadas. Lo único que sobrevivía era la hoja virgen, testigo de la derrota.


La luna, alta y fría, lo observaba con la indiferencia de quien conoce la verdad: ninguna palabra basta para retener lo que ya no existe.


La pluma tembló en su mano. No había tomado la decisión de escribir; más bien la palabra se impuso, arrancándole el aire.

Gabriela.


¿Seguirás llevando ese pelo oscuro cayendo sobre tus hombros? Tu belleza siempre fue una condena dulce: un vértigo insoportable, la sensación de que cada instante debía ser perfecto solo para estar a tu altura. Todavía, en estas madrugadas sin nombre —todas lo son—, busco tu tacto, la sombra que tu cuerpo dibujaba en la luz mínima. La memoria no se apiada: vuelve intacta, como si bastara pronunciar tu nombre para sentir otra vez la punzada del deseo. Me pregunto si el pasado fue realmente mejor o si es apenas un refugio para los que ya no saben habitar el presente.


Jorge dejó que la pluma siguiera su curso, y la tinta, temblorosa, trazó el segundo nombre:

Sandra.


Te veo todavía, inmóvil en aquella habitación de Mar del Plata. La madrugada filtrándose entre las cortinas, la espalda desnuda bajo las sábanas, tu piel inmaculada. El aroma del café llenaba el aire mientras tú sorbías sin cuidado, manchándote los labios con una naturalidad que me desarmaba. Dormías como si el mundo entero te perteneciera, y yo apoyaba la frente en tu hombro, convencido de que el tiempo no se atrevería a avanzar mientras tu respiración marcara el compás. Ese recuerdo tiene más cuerpo que esta noche: la quietud perfecta, la promesa que el tiempo rompió.


La pluma se detuvo un instante, suspendida en el aire, hasta que un tercer nombre la obligó a continuar:

Cecilia.


Eras mi equilibrio imposible, ojos de brújula, rostro en proporción exacta. Mi perfección. No importaba la distancia, los silencios prolongados, ni que quizá ya no recordaras mi nombre; escribirlo era quebrar la costumbre, afirmar que alguna vez existimos. ¿Qué más podía ofrecerte ahora, Cecilia, además de este último intento?


El amanecer comenzaba a diluir la noche. La habitación, que había sido cómplice del insomnio, se llenaba de una luz gris y sucia. Sobre la mesa, la hoja mostraba tres nombres que contenían su vida entera. Gabriela. Sandra. Cecilia. Cada una un eco, una faceta de sí mismo, fragmentos de un pasado que no era memoria, sino identidad. Sin ellas, ¿quién quedaba?


Jorge se llevó las manos a la cara. Sentía la piel áspera, la barba crecida, la fatiga acumulada en los ojos enrojecidos. El sueño se había vuelto un mito; dormía apenas lo suficiente para soñar con ellas y despertar con la sensación de que aún estaban allí. Cada nombre era un recordatorio de lo que había sido, y cada palabra no escrita, la confirmación de lo que había perdido.


Intentó continuar la carta. Forzó la mano a seguir, pero la pluma se negaba. Las palabras, si llegaban, se deshacían antes de tocar el papel. Había pasado tanto tiempo buscando la frase perfecta que había olvidado cómo escribir sin buscar perfección.

El presente era esta hoja incompleta, y completarla equivalía a admitir que no quedaba nada.


Se levantó y caminó por la habitación. El suelo crujió bajo sus pasos. Afuera, la ciudad comenzaba a despertar: un coche en la distancia, una persiana que se abría, el ruido de un tren. El mundo seguía, indiferente, mientras él quedaba suspendido en el intersticio entre lo que fue y lo que ya no sería.


Volvió a sentarse. La hoja seguía allí, inmóvil, manchada de nombres. La sostuvo entre los dedos. Dudó: ¿romperla, guardarla, dejar que la rutina se la tragara? ¿Qué sentido tenía este gesto? Si la carta no podía completarse, tampoco podía destruirla: lo que contenía no estaba en la tinta, sino en él.


Cerró el cuaderno con un gesto cansado, casi ritual. Comprendió que no se le habían acabado las respuestas; se le habían agotado las preguntas. El pasado se había ido, igual que el último tren de la noche a Buenos Aires. La carta era un testimonio inútil, una derrota más, pero también el último vestigio de lo que había sido.


Una sonrisa apenas perceptible asomó en su rostro, más una mueca que una alegría. Todo lo que creaba terminaba en destrucción; lo que destruía, volvía a crearlo. Cerró los dedos sobre la hoja y la dejó en la mesa, manchada de nombres, vacía de sentido. Sabía que no habría otra.

Era la última.


El amanecer entró finalmente en la habitación, borrando los bordes de la noche. Jorge se quedó inmóvil, sintiendo el peso de las horas acumuladas. El vaso vacío a un lado, la ceniza extendida sobre la mesa, la hoja que no podía abandonar. Cada nombre escrito era una derrota y, al mismo tiempo, la única prueba de que había amado alguna vez.


Se quedó así, entre la luz naciente y el cansancio, mientras la memoria seguía su danza obstinada: Gabriela con su belleza insoportable; Sandra, quieta bajo la tela suave, sorbiendo café con labios manchados; Cecilia, equilibrio imposible, mirada que fijaba el rumbo.

Eran fantasmas, sí, pero lo único real que quedaba en él.


La luz del día, indiferente, lo bañó por completo. Jorge cerró los ojos. En su mente, las tres mujeres se superpusieron hasta confundirse en una sola silueta. No supo si lo consolaba o lo destruía, pero dejó que esa imagen permaneciera unos segundos más. Después, lentamente, la dejó ir.


La carta seguía sobre la mesa, incompleta, irremediable. Como su memoria. Como su vida.

La última.

sábado, 5 de julio de 2025

San Telmo y La Poesía

 San Telmo me tiene atrapado en su laberinto de recuerdos y ausencias. Mis pasos casi por inercia siempre terminan en la esquina de  ese refugio atemporal que es el Café La Poesía.  Un rincon,un compendio de historias, de susurros antiguos y de tangos que parecen salir de las paredes.

Y allí estoy, como tantas veces, en la misma mesa  que tiene una vista privilegiada a la calle, un pequeño balcón al alma del barrio. Con el aroma del café recién hecho y el murmullo de las conversaciones ajenas como banda sonora, te espero.

Desde aquí, la mirada se me va tras cada silueta, cada rostro. Te busco en cada mujer que pasa,  caminando .con prisa o detiene su andar frente a una vidriera. Una cabellera que se parece a la tuya, un gesto familiar al cruzar la calle, una risa que evoca la tuya. Cada instante es una pequeña ilusión que se enciende y se apaga al reconocer que no sos vos.

Este barrio, tiene una belleza innegable, pero se tiñe de un anhelo constante desde que te busco y no te encuentro. Y mientras la tarde se apaga, y las luces  se encienden, veo alrededor  a otras personas, grises como yo, perdidas en sus pensamientos, también buscando alguna respuesta entre sorbo y sorbo de café. Sus miradas vacías, las nuestras, se cruzan sin verse, unidas por la misma melancolía que impregna estas paredes. Aquí, en este rincón del mundo, solo queda la tenue esperanza de que, quizás, la próxima persona que cruce el umbral no sea una más, sino la que mis ojos, al fin, reconozcan en Chile y Bolívar 







domingo, 22 de junio de 2025

La sombra

  


> Una plaza vacía.

Gris.

Silencio espeso.


Un banco olvidado, casi congelado en el tiempo.


Ahí, un cuaderno.

El mismo de siempre.

Lleno de versos por terminar.

Versos estancados, atrapados en el mismo bucle,

repitiendo la misma historia sin final.


Y entonces, su sombra.


Sin cuerpo. Sin rostro.

Solo una sombra.


Pero bastó.


Su sombra le dio sentido a todo ese gris,

a tanta tristeza.

A tanto de mí.


No habló.

No hizo falta.


Estaba ahí.

Como si nunca se hubiese ido.

Como si siempre hubiera estado,

esperando que yo regresara

a ese lugar donde todo comenzó a romperse



miércoles, 11 de junio de 2025

Eva y el susurró

 Eva no llegó.

Apareció.

No caminó hacia mí, no pidió permiso. Se deslizó entre los restos de una noche que no terminaba, justo en el punto más oscuro del abismo.

Fue un susurro. Pero no suave. No tierno.

Fue un susurro que estremeció.

Un golpe seco envuelto en una voz que no tenía rostro, pero que era mía.


En medio del caos, cuando nada tenía sentido y todo pesaba,

Eva estaba.

No dijo nada, y sin embargo lo cambió todo.

Era una figura sin cuerpo, sin pasado, sin promesas.

Una presencia irreal.

Pero tan real como el dolor que me ahogaba.


Impactante. Inesperada.

Eva fue la grieta.

La fractura donde entró la primera luz.

Y aunque no sabía quién era,

supe que no estaba solo.

miércoles, 30 de abril de 2025

Quiero recuperar algo. Quiero y entiendo que es indispensable, algo que tal vez nunca perdí, entonces no se si quiero recuperarlo o descubrirlo Solo me canse de la espera, de la mancha de humedad en la pared, metamórfica, desprolija y aun así, siempre igual Solo me canse de mi corazón y las tortugas, las malditas tortugas boca arriba Me canse del cigarrillo, de esperar el remedio para la tos, el limón en el té, la dieta de fin de semana Me canse y me canso de mí en el espejo, en la cama, sosteniendo la mirada en el techo, me canse de sostener el techo Me canse de los puntos suspensivos, de las comas por las dudas, de los errores en todos los versos y las haches siempre tan mudas Me canse de la noche desestrellada, del miedo a la muerte, el olor a soledad, del olor a llanto disponible...

domingo, 27 de abril de 2025

Domingo

 Nadie puede escapar de la melancolía de los domingos por la tarde, ni con tu recuerdo que llega atacarme , nadie podrá recordar ni los abrazos que nos dimos , ni las miradas que hablan y gritan sin soltar aire alguno, no se recordarán las promesas de las madrugadas en lo que todo parecía posible y la vida parecía tener un buen sentido. Nadie podrá recordar las canciones que no escribimos, esas que hablan de nosotros y que jamás sonarán en la radio, nadie recordara la casualidad más linda de haberte encontrado ni las calles sin nombre ni apellido que juntos conquistamos de la mano. Nadie puede sobrevivir a este domingo ni mis cuadernos con versos olvidados ,en los que siempre hablo de vos , ni la certeza de saber que en algún momento te voy a volver a ver ...

Cecilia

 Cecilia camina entre mis recuerdos como quien pisa un sendero conocido: sin prisas, sin miedo. Su voz no hace falta; incluso el silencio qu...