Jorge contemplaba la hoja en blanco como si en ella estuviera grabada su condena. Llevaba tanto tiempo enfrentándose a ese rectángulo vacío que la escena había perdido significado: la mesa cubierta de ceniceros, el olor a tabaco frío, el café recalentado que raspaba la garganta, la ventana que devolvía la imagen de un hombre inmóvil, multiplicado por el cristal y sus lentes. Más allá, la noche se estiraba, inmóvil y expectante, como si aguardara un gesto definitivo que nunca llegaba.
Meses buscando la palabra justa, esa que Borges llamaría exactitud, como si la perfección lingüística tuviera poder para fijar lo que se disuelve: las mujeres, los recuerdos, él mismo. Cada intento terminaba igual: cigarrillos reducidos a columnas de ceniza, vasos vacíos, frases tachadas. Lo único que sobrevivía era la hoja virgen, testigo de la derrota.
La luna, alta y fría, lo observaba con la indiferencia de quien conoce la verdad: ninguna palabra basta para retener lo que ya no existe.
La pluma tembló en su mano. No había tomado la decisión de escribir; más bien la palabra se impuso, arrancándole el aire.
Gabriela.
¿Seguirás llevando ese pelo oscuro cayendo sobre tus hombros? Tu belleza siempre fue una condena dulce: un vértigo insoportable, la sensación de que cada instante debía ser perfecto solo para estar a tu altura. Todavía, en estas madrugadas sin nombre —todas lo son—, busco tu tacto, la sombra que tu cuerpo dibujaba en la luz mínima. La memoria no se apiada: vuelve intacta, como si bastara pronunciar tu nombre para sentir otra vez la punzada del deseo. Me pregunto si el pasado fue realmente mejor o si es apenas un refugio para los que ya no saben habitar el presente.
Jorge dejó que la pluma siguiera su curso, y la tinta, temblorosa, trazó el segundo nombre:
Sandra.
Te veo todavía, inmóvil en aquella habitación de Mar del Plata. La madrugada filtrándose entre las cortinas, la espalda desnuda bajo las sábanas, tu piel inmaculada. El aroma del café llenaba el aire mientras tú sorbías sin cuidado, manchándote los labios con una naturalidad que me desarmaba. Dormías como si el mundo entero te perteneciera, y yo apoyaba la frente en tu hombro, convencido de que el tiempo no se atrevería a avanzar mientras tu respiración marcara el compás. Ese recuerdo tiene más cuerpo que esta noche: la quietud perfecta, la promesa que el tiempo rompió.
La pluma se detuvo un instante, suspendida en el aire, hasta que un tercer nombre la obligó a continuar:
Cecilia.
Eras mi equilibrio imposible, ojos de brújula, rostro en proporción exacta. Mi perfección. No importaba la distancia, los silencios prolongados, ni que quizá ya no recordaras mi nombre; escribirlo era quebrar la costumbre, afirmar que alguna vez existimos. ¿Qué más podía ofrecerte ahora, Cecilia, además de este último intento?
El amanecer comenzaba a diluir la noche. La habitación, que había sido cómplice del insomnio, se llenaba de una luz gris y sucia. Sobre la mesa, la hoja mostraba tres nombres que contenían su vida entera. Gabriela. Sandra. Cecilia. Cada una un eco, una faceta de sí mismo, fragmentos de un pasado que no era memoria, sino identidad. Sin ellas, ¿quién quedaba?
Jorge se llevó las manos a la cara. Sentía la piel áspera, la barba crecida, la fatiga acumulada en los ojos enrojecidos. El sueño se había vuelto un mito; dormía apenas lo suficiente para soñar con ellas y despertar con la sensación de que aún estaban allí. Cada nombre era un recordatorio de lo que había sido, y cada palabra no escrita, la confirmación de lo que había perdido.
Intentó continuar la carta. Forzó la mano a seguir, pero la pluma se negaba. Las palabras, si llegaban, se deshacían antes de tocar el papel. Había pasado tanto tiempo buscando la frase perfecta que había olvidado cómo escribir sin buscar perfección.
El presente era esta hoja incompleta, y completarla equivalía a admitir que no quedaba nada.
Se levantó y caminó por la habitación. El suelo crujió bajo sus pasos. Afuera, la ciudad comenzaba a despertar: un coche en la distancia, una persiana que se abría, el ruido de un tren. El mundo seguía, indiferente, mientras él quedaba suspendido en el intersticio entre lo que fue y lo que ya no sería.
Volvió a sentarse. La hoja seguía allí, inmóvil, manchada de nombres. La sostuvo entre los dedos. Dudó: ¿romperla, guardarla, dejar que la rutina se la tragara? ¿Qué sentido tenía este gesto? Si la carta no podía completarse, tampoco podía destruirla: lo que contenía no estaba en la tinta, sino en él.
Cerró el cuaderno con un gesto cansado, casi ritual. Comprendió que no se le habían acabado las respuestas; se le habían agotado las preguntas. El pasado se había ido, igual que el último tren de la noche a Buenos Aires. La carta era un testimonio inútil, una derrota más, pero también el último vestigio de lo que había sido.
Una sonrisa apenas perceptible asomó en su rostro, más una mueca que una alegría. Todo lo que creaba terminaba en destrucción; lo que destruía, volvía a crearlo. Cerró los dedos sobre la hoja y la dejó en la mesa, manchada de nombres, vacía de sentido. Sabía que no habría otra.
Era la última.
El amanecer entró finalmente en la habitación, borrando los bordes de la noche. Jorge se quedó inmóvil, sintiendo el peso de las horas acumuladas. El vaso vacío a un lado, la ceniza extendida sobre la mesa, la hoja que no podía abandonar. Cada nombre escrito era una derrota y, al mismo tiempo, la única prueba de que había amado alguna vez.
Se quedó así, entre la luz naciente y el cansancio, mientras la memoria seguía su danza obstinada: Gabriela con su belleza insoportable; Sandra, quieta bajo la tela suave, sorbiendo café con labios manchados; Cecilia, equilibrio imposible, mirada que fijaba el rumbo.
Eran fantasmas, sí, pero lo único real que quedaba en él.
La luz del día, indiferente, lo bañó por completo. Jorge cerró los ojos. En su mente, las tres mujeres se superpusieron hasta confundirse en una sola silueta. No supo si lo consolaba o lo destruía, pero dejó que esa imagen permaneciera unos segundos más. Después, lentamente, la dejó ir.
La carta seguía sobre la mesa, incompleta, irremediable. Como su memoria. Como su vida.
La última.
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