jueves, 24 de marzo de 2011

La primera vez que nos amamos supe

que la vida jamás ya sería igual.

Y ni siquiera yo

podría ser el mismo que era antes.

Que todo era distinto tras el mapa

descubierto en tu cuerpo. Distinto

como si el universo hubiera sido

un estallido de luz entre tus piernas

y todo hubiera estado

latiendo justo encima de tu vientre.

Y yo sin descubrirlo hasta ese instante.



Y supe, cuando

tu cara se hizo tierna como lluvia,

que la vida era el dulce sobresalto

de tu piel en mis manos. Y que antes

faltaban el delirio y me faltaban

la agonía y la muerte que notaba

corriendo por mi espalda y por mis venas.



Yo no sé si me entiendes. Pero ahora,

cuando han pasado años y caricias

y me sobran recuerdos, desearía

tener el manual que me enseñara

a vivir sin la voz que aquella noche

me susurró:

“Dios, qué hermosos

resultan los abrazos si estás triste”.



Hoy, que no sé si me amas, me refugio

en las manos que entonces amasaron

el pobre corazón que aún te persigue.

Y añoro en mi memoria la tristeza

de tu boca mordiendo

los labios que bebían de tu nombre.

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